El circo itinerante se iba a presentar en una ciudad a novecientos kilómetros de donde me hallaba. Repase mi agenda, postergué un par de actividades y me dispuse a viajar.

Llegué a mi destino una hora antes de la función, tiempo suficiente para alojarme en un hotel, darme una ducha caliente y salir a ver el show.
La representación fue lo que esperaba: animales en vivo, desde elefantes hasta leones, bailes exóticos, trapecistas, magos, comediantes y payasos. Me concentré en uno de ellos, quien fue el motivo de mi viaje.
Nos conocíamos desde la escuela primaria, y dejamos de vernos desde entonces.

Mi reencuentro se dio por casualidad, al leer un reportaje que le hicieron en un periódico del interior del país. Era uno de los miembros fundadores del circo, y también una de las razones por la cual seguía existiendo. Logró con los años hacer de su arte un espacio para la bondad, el respeto y la solidaridad. Y el reconocimiento principal lo consiguió en los hospitales y orfanatos, que es donde siempre intentaba llevar una sonrisa esperanzadora.

Pese al disfraz, en una de sus pantomimas con maletas, me pareció descubrir a mi histórico amigo, o tal vez fue mi imaginación poniéndome una zancadilla.

Disfrute del espectáculo y aplaudí a rabiar el final con las cacatúas, al ver como una pequeña ambulancia llegaba a la pista para rescatar al ave supuestamente herida.
Presencié el resto del show y solicité permiso para acercarme a su camerino.

Lo encontré sentado frente a un espejo quitándose el maquillaje.
—Polito, eres increíble, treinta años después sigues haciendo trampas. ¿Esa no es la cacatúa que estaba moribunda?— le dije, observando al ave que se hallaba pelando un maní.

Me miró con unos ojos desconcertados. Era ancho de hombros, de estomago abultado. Tenía un rostro bondadoso, una nariz prominente y una cabeza huesuda. Se puso de pie, mientras me observaba como intentando organizar sus ideas. Transmitía un aire relajado, y al dar un par de pasos sentí el jadeo de su respiración.

Al cabo de un par de minutos se le comenzó a dibujar una sonrisa desigual. Terminó por expandir su boca y lanzar un alarido.

—Tienes la misma cara de niñato. ¡Increíble! ¡Pareces embalsamado, Rudy!—descargó el peso de su cuerpo sobre el mío y me comprimió de tal manera que sentí que me había corregido mis vertebras. Por un momento mis pies perdieron el contacto con el suelo.
Entornó los ojos con placer y nuevamente estalló su risa sonora.

Luego que recuperé la respiración, le hice una síntesis de mis últimas décadas vividas, en donde incluí mi rumbo itinerante.

—Te pareces a nuestro circo, así andamos, recorriendo el país de punta a punta.

—Todos nos terminamos pareciendo, al final son los afectos quienes nos impulsan—le dije.

Se quedó en silencio, por un momento observé que las arrugas se le pronunciaban cercando los parpados. Hizo un gesto ambiguo y asintió sosteniendo la mirada.

—Qué gran verdad, amigo. Esta es mi vida, y es lo que me impulsa a continuar. Sabes que no tuve hijos, perdí a mi mujer hace muchos años. Ella era trapecista. Muy intrépida—se contuvo y descendió la mirada. En el pasillo resonaba el eco de unos pasos—En fin, lo importante es que aquí yo soy de todo el mundo, y todo el mundo es mío, también.