Hallandale, Florida, 31 de mayo del 2009
10 p. m.

La noche se comportaba luminosa, expectante, atenta a mi visión, como si estuviese ahí para intentar comprenderme. Me hallaba recostado sobre una hamaca. A mis pies, dos cañas de pescar se movían esporádicamente por la ayuda de la brisa que llegaba del este. La pesca era nula, tanto como el diálogo con mi hijo, que estaba a mi lado, también recostado, oyendo música con sus auriculares. Hacía días que yo había cumplido cincuenta años y meses que me había divorciado. Digamos que desde que comenzó el año mi relación de pareja se fue asfixiando hasta el desplome, como si se tratase de la economía de este país. Fui sintiendo la caída a diario, aunque presiento que el precipicio todavía no se ha llegado a manifestar. O tal vez sí, a partir de la relación con Diego, mi hijo, que se ha llevado la peor parte de nuestra separación. Y creo que hoy vino a visitarme, porque se sentía apenado por no haberme saludado en mi aniversario.
—No pasa nada, ¿por qué no vamos a casa? Estoy teniendo frío, güey —me dijo con un suspiro de exasperación, utilizando uno de sus latiguillos que rescató de su viaje reciente a México.
Creo que la noche no será tan terrible, al menos me ha dirigido la palabra.
—Ten un poco de paciencia. Toma, abrígate con mi chaqueta. Seguramente hoy conseguiremos una buena pieza —me giré para mirarlo, pero él ya estaba dándome la espalda, acurrucado como si estuviese en Alaska.
Sé que los diecisiete años no son fáciles, al menos no lo fueron para mí, que me tocó nacer al momento de la guerra de Vietnam y crecer en una familia mutilada por el conflicto, y por las secuelas que trajo mi padre del frente. Una pierna ortopédica y restos de un proyectil en su cráneo.
Luego que se voló la tapa de los sesos, cuando mi madre lo abandonó, seguí, hasta hace muy poco, soñando con lo único que recordaba de mi infancia: un sofá beige gastado, y mi padre sentado, acostado, e incluso durmiendo sobre él, frente a un televisor de blanco y negro, y muy cercana a sus manos, una botella de ginebra.
Mi paso a la adolescencia llegó con el fin de la guerra. La derrota militar fue como si nuestro país hubiese sido cubierto por una gruesa capa de plomo fundido.
—Voy a cambiar las carnadas, ¿quieres ayudarme con tu caña? —le dije a mi hijo, mientras me impulsaba con mis manos para despegarme de la hamaca.
Se retiró los auriculares, y al ver que me había puesto de pie, siguió en su actitud indiferente.
Recogí las líneas. Las dos estaban sin carnadas, parecía ser que algo muy pequeño estaba queriendo terminar de joderme la noche.
Me recosté, puse las manos sobre mi cabeza y seguí contemplando el universo. En aquella infinita visión estelar se fueron disipando los problemas que me acompañaban. Comencé a ver todo desde otra perspectiva. Buscaba las palabras que me ayudasen a imaginar cómo se había dado esa transformación a través del tiempo, hasta nuestro presente.
Pensaba justamente en ese hombre del día a día que dio lugar a la historia y su evolución pero que en general no constituye parte de su memoria escrita, salvo en contadas ocasiones. Pensaba en esos seres que somos todos, que le damos sentido a la vida y formamos parte del infinito universo como una expresión nanoscópica del mismo. Y que, a su vez, necesitamos de alguna manera poder contrarrestar el enorme naufragio que nuestro mundo sobrelleva sin mucha coherencia y con menos cordura.
Las inquietudes dieron paso a una inevitable somnolencia.
Me desperté sobresaltado, pasadas las seis de la mañana. Mi hijo seguía en la misma posición, parecía momificado. El amanecer me estaba anunciando mi partida hacia la mole de cemento que tenía a escasos metros.
Fue el movimiento de la vara lo que me devolvió a la realidad, más que la hora misma. Me puse rápidamente de pie cuando sentí que algo grande estaba rondando mi carnada ―al menos es siempre el primer pensamiento de un pescador―. Luego de unos segundos, la caña había retornado a su posición original, ya sólo me quedaba recoger la línea.
En ese momento logré ver aquello que la marea alta estaba acercando a la playa.
Reparé en una botella ―como lo hubiese hecho en restos de algas o maderos― sin muchas expectativas. «Una de las tantas que se tiran al mar», me dije, aunque no puedo negar que mi curiosidad me aproximó a ella.
Lo primero que me llamó la atención fue su color caramelo antiguo, y lo trabajado del vidrio. Sin embargo, la tapa de Aichmann resultó el verdadero motivo de mi curiosidad. «Ideal para evitar contacto con el exterior», pensé.
Al mirarla con más detenimiento, advertí en su interior un rollo de papel de un color amarillento opaco que abarcaba poco más de la mitad de la botella. Desperté a mi hijo para hacerlo partícipe del hallazgo, pero sus deseos morfeanos primaron sobre mis comentarios.
Mi imaginación comenzó a jugarme una mala pasada. Las preguntas comenzaron a brotar con inusitada vehemencia: «¿Cuánto hace que esa botella navega por el mar, qué historia encerrará, de dónde proviene?». Sentí un primer impulso por abrirla, pero tal vez los signos de cansancio, o la necesidad de contar con algún testigo de aquel hallazgo, me despojaron pronto de esa idea.
La guardé junto a mis enseres de pesca, recogí las líneas, y me acerqué a mi hijo.
—Diego, vamos a casa —le dije, sentándome en el borde de su hamaca.
Se despertó con el malhumor dibujado en el rostro.
―¿Viste la botella que hallé?, parece que lleva el mapa de un tesoro.
La busqué entre los implementos de pesca y se la mostré.
—¡Guau, güey! Qué interesante, lástima que no sea de cerveza —me respondió entre dientes.
Caminamos los metros que nos separaban del departamento. Ingresamos al edificio y minutos después estábamos en el primer piso.
Antes de que yo hubiese terminado de entrar las hamacas, ya Diego estaba acostado en la cama.
Me duché, me puse lo primero que encontré a mano, y luego de tomarme un café doble, decidí que la botella era un buen motivo para comenzar las vacaciones con una sonrisa. Me propuse visitar a un amigo, dueño de una imprenta y conocedor, como pocos, del papel y sus orígenes. Llevaba conmigo la botella color caramelo con su aún desconocido contenido.