Once horas de vuelo me tenían agotado. Llegué a Barcelona a última hora del día. Me apresuré en alcanzar mi equipaje y poco tiempo después ya estaba acercándome a la zona de espera de pasajeros. No tenía previsto encontrarme con nadie, y menos con un viejo amigo con un ramo de flores.

Rápidamente comprendí que no eran para mí.

—¡Que tal, Adrian! ¡Tanto tiempo! ¿Estás aguardando a tu mujer?

—Algo de eso—me dijo con aire desolado.

El ramo de rosas cambiaba de manos como si estuviesen soportando decenas de espinas. Me mantuve expectante viendo como intentaba recomponerse.

—Hace tres horas, mil horas que estoy aquí.

—Como un perro—agregué con un dejo musical, sin comprender el drama que vivía mi amigo.Su mirada esquiva no ayudaba.

—Hoy debía encontrarme con Olesya, mi novia lituana…

—¡Qué bien!—le dije, interrumpiéndolo con una palmada en el hombro.

—¡Qué mal! Creo… creo que fui engañado.
Me petrifiqué ante su comentario.

—Así es. Nos conocimos hace cuatro meses en las redes sociales. Me envió cientos… cientos de fotos…—aproveché su pausa para preguntarle:

—¿Aprendiste lituano?

—¡Qué va! Todo era en ingles.

—¡Muy bien! Recuerdo lo que te costaba—manifesté con una sonrisa de oreja a oreja.

—Nunca lo aprendí, usaba el traductor de Google—ya las flores habían desaparecido, ocultándolas en su espalda—. Me fue muy práctico, digamos que tuvimos un diálogo muy fluido. Me habló de su vida triste y solitaria, de sus adorados padres, de su ilusión por tener hijos con un hombre fiel y hogareño—en ese instante se restañó una lágrima. Desvié la mirada frunciendo los labios.

—Disculpa mi indiscreción ¿Tuviste que enviarle dinero para que viaje?

—1.150 euros—soltó dejando caer los hombros.

—Ven, salgamos del aeropuerto. Te invito a cenar—lo abracé y caminamos unos metros en silencio, mientras llevaba el ramo de rosas invertido.