Héctor me observaba en aparente sosiego, aunque no podía ocultar sus deseos de conversar. Estaba recién llegado de Italia. Viajó para cumplir una promesa.
Su madre había fallecido en Argentina, en 1985, y él le había prometido que regresaría al lugar donde ella había nacido. Se demoró décadas pero lo logró.
Al llegar a la Comuna de Busca, en El Piamonte, a la hora en que el sol se ocultaba entre las montañas, se halló con un pueblo pintoresco que parecía detenido en el tiempo.
Casas de piedras descendían entre zigzagueantes senderos, mientras recibían los últimos destellos solares que les daban ciertos tonos ambarinos.
El ambiente le recordó el oleo Strada di paese de Giuseppe Abbati.
Buscó alojamiento y la única posada que encontró estaba cerrada. Le preguntó a un hombre canoso que lo observaba con curiosidad y recibió una respuesta seca:
—Hasta mañana no viene nadie—sin embargo, este marcó un número de teléfono en su celular y a los pocos minutos la propietaria hizo acto de presencia. Tenía un cuerpo enjuto y ágil, un rostro apergaminado y un largo cabello negro rizado.
Lo saludó con afecto, abrió la posada y se dirigió resuelta hacia una estrecha escalera de madera que subió al trote. Le mostró la mejor habitación. Le dejó la llave y se despidió sin solicitarle ni documento, ni dinero:
—Mañana hablaremos de cosas mundanas—expresó frotándose los dedos y sonriéndole.
Al día siguiente lo aguardó con el desayuno servido.
—Buenos días, gracias por su hospitalidad. He venido a conocer la tierra en donde nació mi madre. ¿Cuentas iglesias hay en este pueblo?
—Tenemos tres, la Santissima Annunziata está a unas pocas calles—le dijo señalando con la mano extendida.
Héctor terminó su desayuno y salió en dirección a la iglesia. No quiso averiguar por las otras, consideró que esa era la que debía visitar.
La halló cerrada. Una anciana aguardaba su apertura apoyando su cuerpo encorvado sobre un bastón.
Le preguntó por el párroco y ella le señaló una puerta lateral.
Héctor golpeó sobre la solida madera y un hombre calvo de mirada transparente y sonrisa cálida lo escuchó con atención. Lo hizo pasar y lo invitó a sentarse. Fue breve la espera.
El párroco de rostro agudo, nariz pequeña y ojos saltones se presentó con un apretón de manos. Ingresaron a su oficina que olía a madera lustrada, y comenzó a hurgar entre enormes bibloratos. Retiró uno de ellos y se lo entregó.
Héctor buscó el año 1924, en el mes de agosto la halló. Su madre había sido bautizada en esa iglesia.
Leyó el documento mientras un escalofrío recorría su cuerpo. Un parpadeo intenso reflejaba su estado de ánimo.
Salió de la iglesia con dos copias de la partida de Bautismo. Ya se estaba acercando al final de su periplo, solo le faltaba trasladarse hasta unas casonas que se hallaban a veinte minutos en coche.
Sin transporte público y con el sol en su apogeo se dispuso a caminar. Se acercó a una mujer que salió de una tienda y le preguntó por el camino más corto hacia el vecindario, mientras le explicaba sus motivos. Ella volvió al negocio y regresó apresurada con las llaves de un auto. Se ofreció a llevarlo. Héctor no intentó negarse.
Minutos después al encontrarse ante unas frágiles y antiguas viviendas sintió una brisa fresca y la sensación de sentirse acompañado. Los recuerdos se arremolinaron en cascadas. Una mirada tierna, unos ojos intensos y unas manos cálidas lo trasladaron a su infancia. Se dejó caer sobre la hierba sin resistirse y, entre lágrimas copiosas, besó la tierra donde había nacido su madre.
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