Manuel era corpulento, parco en gestos y de aspecto severo. De facciones marcadas y ojos saltones.

—Esto ya lo he padecido—sentenció por tercera vez, mostrándome dos salmones que agonizaban en una red.

Trabajaba en California, en la acuicultura. Tenía 35 años y arrastraba un temblor en sus manos que le han ido avinagrando el carácter.

—Es el mismo organofosforado que me tiene así—dejó la red sobre la grava y me extendió  las manos. Las abrió y las cerró con malestar. La exasperación estaba mordiendo su tono de voz.

—Trabajé cinco años en la apicultura, y tuve que irme porque ya no había que hacer, de cien panales que producían cinco mil kilos de miel al año, nos quedamos con veinte, y una producción de apenas cuatrocientos kilos—abrió la boca intentando cambiar el aire. Me había advertido que no podía alterarse porque se le cierra la garganta—. Esto es lo mismo, el mismo compuesto mata a las abejas, a los peces y nos afecta a nosotros, y no quieras saber lo que hace con el vientre de una mujer embarazada. No quieras saberlo.

Vuelve a agarrar la red, esta vez con ambas manos, y al apoyarla en el suelo su temblor se hace imperceptible.

—Al clorpirifós durante muchos años en este país se lo utilizó como un plaguicida de uso domestico. Ante los trastornos que ocasionó en los niños y en las mujeres embarazadas, se decidió que solo se podía utilizar para la agricultura—parecía ensimismado, escarbando en su memoria o tal vez midiendo sus palabras— ¡Qué desastre!, al final nos sigue afectando igual, con el agravante de que si esto sigue así nos quedaremos sin peces y sin abejas.