La pastilla parecía insignificante, hasta se podría confundir con una aspirina, de no ser que tenía un conejo en su diseño.

Me la ofreció una joven en la Trivela, en el festival de música en Praia do Forte, en la previa del carnaval en Salvador Bahía, Brasil.

Parecería ser que mi entusiasmo no se correspondía con el de la multitud, pese a estar saltando al ritmo de Chiclete com Banana.

Ella insistió a los gritos, pero el volumen del audio del escenario me impidió saber lo que intentaba decirme. Su sonrisa se desdibujó y me lanzó un suspiro de exasperación. Aproveché para devolvérsela. Se la tragó y siguió saltando como si el conejo de la pastilla hubiese revivido.

Cuatro horas después, ya en retirada, me la encuentro vomitando el alma recostada contra un árbol, y sostenida por dos amigas.

Me acerco a ellas, y lo que observo es un panorama grave. Tenía sus pupilas dilatadas, un cuadro de agitación franca, y al buscarle el pulso radial parecía una locomotora a alta velocidad.

Hizo un nuevo intento por vomitar y se contuvo.
Le indico que continúe, que debía esforzarse por limpiar su estomago. Me reconoce y una mueca generosa se pronunció en su rostro abotagado. Me mostró un pulgar elevado, y pese a su aparente cordura, le sugiero buscar una ambulancia.

Las tres se rieron como si lo mío se tratase de una broma.

—Estamos acostumbradas… gracias, garoto.

Seguí mi camino, deseándoles suerte, pensando en lo difícil que les sería desacostumbrarse a la metanfetamina.