El taxista aguardaba impaciente por su cliente. Se hallaba en una calle de tierra del barrio Ezbet El Haggana, en el noreste del Gran Cairo, una de las zonas más pobres de Egipto. Varios niños intentaban venderle fetir con pimientos rojos (pizza egipcia). La calle parecía un laberinto estrecho y polvoriento flanqueado por rústicos edificios de ladrillos a la vista, que daban la sensación de flamear ante las variadas y coloridas ropas que colgaban de sus balcones.

Ahmed parecía resignado. Era la tercera vez en el mes que hacía el mismo recorrido desde el aeropuerto hasta esa dirección. Un viaje que le reportaba una paga extra y un malestar que se adhería a sus vísceras como el buitre a la carroña.

Halima tenía 10 años, la edad de su hija Amal, y sus ojos negros intensos, su sonrisa delicada y su expresión de muñeca le recordaban a su pequeña.

Ahmed hubiese deseado ser el padre de Halima, solo para apartarla de una realidad que terminaría consumiéndola. Robándole lo poco que le quedaba de inocencia y secuestrando sus juegos de niña para convertirlos en apremios sexuales.

Terminó comprando una porción de fetir y una botella de agua mineral solo para alejar de su vista a los niños. Una vez que se fueron corriendo, para alcanzar a otro conductor, bajó dos de las ventanillas del taxi y una brisa espesa, húmeda y densa, propia del mes de agosto lo impulsó a mojarse las manos y refrescarse el rostro.

—¡Ahmed… Ahmed, qué alegría!—gritó Halima mientras intentaba soltarse de una mano gruesa, velluda y desproporcionada que la sostenía.

La niña llevaba una chilaba de color blanco con unos bordados rosas en las mangas, que le cubría todo el cuerpo hasta poco más de las rodillas, y dejaba asomar un pantalón negro y unas sandalias. Sobre su cabeza un hiyab de seda rodeaba su cuello y descansaba sobre su hombro derecho.

Su acompañante era saudí, tenía 58 años, mujer, tres hijos y una empresa dedicada al turismo. Acostumbraba a realizar unas escapadas de 3-4 días al mes a la ciudad de El Cairo, con la intención de contraer un “matrimonio temporal”. Ese era el tiempo que duraba, suficiente para consumir prostitución infantil.

Las normas islámicas rechazaban el sexo prematrimonial, pero no ese tipo de matrimonio que involucraba a menores y suponía varios miles de dólares en “dotes” para los padres.
En el caso de Halima, era la octava vez que se “casaba”.