—Soy de Ubon— me dijo Malai, con una expresión enigmática, mientras apoyó su dorso sobre el alambrado del Centro Federal de Detención de Mujeres, Unidad 31, ubicado en Ezeiza, provincia de Buenos Aires, Argentina.

—Ubon Ratchathani, del distrito Samrong—me quedo expectante, pensando en la marca de mi teléfono celular.

La luz declina, una enorme nube plomiza nos protege momentáneamente del intenso sol, y como si fuese la primavera Malai estalla en una carcajada.

—No me refiero a la marca de televisores—agregó con fingida ligereza.. Es una mujer de aspecto apacible, de finas cejas en un rostro que parece de marfil.
—No es la primera vez que me ocurre, disculpa, hacia días que no me reía así. Tienes que ver la cara que has puesto.

La observo mientras me contagio de su estado de ánimo. Es de Tailandia, tiene 37 años, posee un cabello negro intenso, unos ojos expresivos y una nariz que crece en sus alas. Viste un jeans y una blusa. Y está en el penal desde hace dos años, por “mula”. Dice que fue la primera palabra que aprendió en castellano. Fue atrapada en el aeropuerto, cuando salía hacia Europa cargada con capsulas con cocaína en su estómago.

—¿Cómo llegaste a esto?—le pregunto intuyendo la respuesta.

—Tenía la ilusión de que mi hijo pudiese ser universitario… Llegar a ser alguien en la vida tiene su precio y estaba dispuesta a pagarlo—volvió a sorprenderme, no me imaginé esa respuesta.

Sigue sonriendo, y cada vez que lo hace se le forman unos hoyuelos flanqueando su boca.

—No vivía en la miseria, pero tampoco tenía muchas esperanzas de poder sacar a mi hijo adelante, sola. El padre se fue en la primera ocasión que tuvo, y lo crie con la ayuda de mi mamá—usó su mano como visera, ya el sol está nuevamente apretando.

—¿Cuánto tiempo te queda?

— 8 años, los mismos que le faltan a mi hijo para ir a la universidad—su mirada se pierde. Una bruma de polvo se levanta. Se restañe los ojos—En fin, a veces creo que el precio fue alto.

Ahora recupero su atención. Sus retinas están interrogantes, sus ojos parecen agotados o melancólicos.
—Creo lo mismo—le respondo, sin hallar una frase que pueda mejorar su mirada.

—Al menos aprendí un idioma y un oficio. Soy repostera—dijo moviendo las manos como si estuviese amasando. Cambió de gesto y comenzó a revisar sus bolsillos. Rescató una flor marchita y se la acomodó en la oreja derecha—. Mi nombre significa algo así—juega con la flor mustia—. Malai, es guirnalda de flores.