Estaba saliendo del Kentucky Fried Chicken (KFC) que hace esquina frente a la rambla de Barcelona, y debí hacerme a un lado para evitar ser alcanzado por el enorme bulto que llevaba Kambane al hombro. Para ese entonces no nos conocíamos.
Tenía la altura del plátano de sombra que veía cruzando la acera, era de hombros robustos, rostro delgado, cejas gruesas, nariz inmensa y ojos negros asustadizos.
Hizo un rapido paneo y se ubicó en el rincón más apartado, rápidamente lanzó el fardo bajo la mesa. Poseía un aire desolado y confuso.
Yo me mantenía de pie junto a la puerta de cristal. Cuando creí comprender la situación caminé un par de pasos hasta la esquina y observé en ambas direcciones. Todo parecía en calma.
Regresé al KFC, y Kambane tenía un ejemplar de La vanguardia, no me dio la impresión de que lo estuviese leyendo, mas bien, parecía que había hallado un buen método para ocultarse.
Compré un par de sodas y me acerqué a su mesa.
—Todo está tranquilo. Creo que puedes tomarte la soda en paz.
Me presenté extendiendo mi mano diestra. Fue la primera vez que escuché su nombre.
Solo hizo falta unos minutos para saber que la manta estaba llena de carteras que imitaban a las de las grandes marcas. Era su medio de vida, el ser indocumentado no le brindaba muchas opciones.
—¿Cómo te trata Barcelona?
—Puedo decirte que mejor que mi país. Hace diez años que estoy aquí y considero que esta década ha sido un regalo.
Lo miré desconcertado. No entendía su punto de vista.
—Déjame explicarte, nací en el Zaire, bueno, al menos en 1972 se llamaba así. Hoy es la República Democrática del Congo—parecía recompuesto, el periódico ya ocupaba un lugar sobre la mesa.
El que estaba incómodo era yo, lo primero que me vino a la mente fue Patricio Lumumba, por un momento reflexioné sobre el final del héroe nacional del Congo, aquel enero de 1961.
—(…) soy de la provincia de Kivu, frontera con Ruanda y Burundi, en aquella región la esperanza de vida es de treinta años. Es un territorio dominado por varios grupos armados que viven de robarnos nuestros minerales para beneficio de las corporaciones mineras extranjeras.
Escuchaba a Kambane, y me daba la impresión de que el tiempo se había detenido. Un siglo después, su país estaba padeciendo de las mismas calamidades. La mirada se me endureció mis ojos parecían estallar.
—Vivía rodeado de delincuentes que se llevaban nuestro oro, tungsteno y coltán a Ruanda, país que los exportaba, logrando unos beneficios millonarios por unos minerales que no existen en su territorio—esbozó una sonrisa de resignación—. No tenía opciones, o trabajaba para esas bandas armadas o era hombre muerto. Entonces decidí salir a buscar mi destino… Ya le he robado diez años a la muerte—hizo un ademán de modestia—. Aquí lo peor que me puede pasar es que me decomisen todo, pero al menos se que al día siguiente estaré rebuscándome la vida y podré ver nuevamente el amanecer.
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