La tarde se diluía entre tonos ambarinos, escarlatas y azafranados. Los destellos solares parecían multiplicarse en la rompiente. La efervescencia marina enmarcaba las luces del tiempo y las rocas soportaban los embates marinos de la costa norte de la isla de Gran Canaria. Y en ese atardecer mágico se derrama el contraste que provoca el veneno que se disemina en sus aguas.
La ciudad sigue utilizando el mar como vertedero, y todo se descompone entre sensaciones tan contradictorias como la incoherencia que provoca tanta desidia. Lo único que permite soñar es la respuesta de la naturaleza: cercano a la indolencia crece una alfombra de césped marino, que se afianza ante la enorme cantidad de desechos que vierte la ciudad.
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