La tarde se moría entre destellos luminosos que arrastraba el ocaso. Salvador había tenido un día movido en su bar, lo suficiente para sentirse abatido luego de diez horas seguidas de trabajo.  Su negocio poseía diez mesas de madera rústica, avejentadas por el paso del tiempo  y la cercanía del mar. Se hallaba en Puerto del Rosario, Fuerteventura, muy cerca de la terminal de carga portuaria, de donde provenía una parte importante de su clientela, en general, hombres humildes y trabajadores.
Ese día estaba solo, su empleado ya se había retirado y atendió a la única mesa que estaba ocupada.
El hombre cincuentón, macizo, de mirada fría, abundante arrugas y boca desdentada, lo llamó con un gesto.

—Ya decidí lo que quiero, tráigame un bocata de jamón ibérico y una cerveza.

Salvador se quedó expectante, aguardando por el resto de la orden. Ante el silencio del cliente, optó por preguntarle:

—¿El joven no va a comer nada?
Una mirada molesta se acompañó de una ráfaga soez.

—¿Se refiere al negro? Para el no hay nada, hoy no trabajó lo suficiente.

Salvador apretó los labios y se cruzó con unos ojos oscuros como la noche, que acompañaban a un rostro famélico y a un cuerpo huesudo.

—¿Qué deseas  comer? La casa invita.
Una vez más el cincuentón tomó la voz de mando:

—No invite tanto compadre, que el negro no se lo merece—su actitud altanera se acompañó de un golpe seco contra la mesa, provocando que el  cenicero de vidrio se partiese contra el suelo.
Salvador se abalanzó sobre el hombre y lo agarró por la camisa.

—¡Te me mandas a mudar de mi bar! ¡Aprende a respetar, carajo, o terminarás en una zanja!

La sorpresa paralizó al cliente. Sus ojos parecían dos pelotas de ping pong, y los del joven dos centollas.

—Déjelo, déjelo, por favor—murmuró el joven en un limitado español, apoyando una mano en el brazo de Salvador.

—Esta basura tiene que aprender a respetarte. Así no se trata a la gente.

—Que gente, si es un indocumentado.  Tremendo favor que le hago al darle techo y comida.

—Déjelo por favor…
Salvador desoyó los ruegos  y le realizó una llave al brazo del cliente, quien terminó con su humanidad en la acera y su vanidad pisoteada.

—Pienso denunciarte por agresión, cabrón. Vamos negro, vámonos—dijo desde el suelo, buscando recomponer su dignidad, estaba rojo de ira.
El joven intentó seguirlo, pero Salvador se lo impidió bloqueándole el paso.

—Espera muchacho, no tengas miedo. Olvídate de esa mierda, déjame ayudarte—agregó con un aire cómplice.

—Usted no entiende, no tengo papeles, ese hombre puede denunciarme. Me deportaran—su tono suplicante le daba una imagen desolada.

—Nada de eso, olvídate de esa basura. Vivirás aquí y trabajaras conmigo, ya resolveremos tu legalidad.

Con el transcurrir del tiempo el joven estudió castellano, aprendió todos los oficios de la cocina en el bar de Salvador, logró sus papeles, pudo regresar a su país, casarse con una joven de su aldea y formar una familia en la misma ciudad de las islas Canarias donde vive hoy en día con su mujer e hijos.