—Recuerdo cada detalle del primer viaje que hicimos a Livingston, Montana, y tengo muy presente aquellas palabras mágicas que pronunciaste en la cima de la colina: «Gustav, poseemos dos millas de una zona con un potencial impresionante, estamos en el corazón del desarrollo inmobiliario de Montana. Te puedes considerar un hombre dichoso, amigo».
Gustav se hallaba en la segunda avenida, en el Upper East Side de Manhattan, en Starbucks compartiendo un café con su amigo. Vestía una chaqueta Armani, un pantalón negro Lanvin y unos zapatos acordonados Gucci.
John tenía cincuenta y tres años de edad, una estatura baja y un cuerpo voluminoso y desproporcionado. Comenzó a mostrar signos de impaciencia, el repiquetear de su dedo del corazón parecía un conteo de protección. Gustav prefirió hacer silencio.
—Fue un negocio brillante, no lo puedes negar, 1280 acres, que compramos a mil dólares el acre y vendimos a cien mil. ¡Un negocio brillante, Gustav!, cuantas veces quieres que te lo repita. En la primera mano nos quedó limpio cincuenta millones de dólares—John se aflojó la corbata y se desabrochó el botón del cuello de la camisa, necesitaba aumentar su caudal de oxigeno.
—Tú con tus ideas brillantes, tuviste que negociar con varios arquitectos para que avalen el supuesto desarrollo inmobiliario, con los condados conservadores, los gerentes de bancos—Gustav hizo un gesto, moviendo el dedo índice sobre el pulgar—con los tasadores de las tierras, y luego salir a buscar compradores zanahorias con buen crédito para terminar de armar el paquete ¿Me olvide de algo?
—Por supuesto, de la compra ficticia que hicimos de los primeros terrenos con nuestra gente, buscando disparar los precios de toda el área… Estábamos jugando en las grandes ligas, amigo—manifestó un dejo de nostalgia.
—En las grandes ligas de los delincuentes que visten como nosotros, y están como los buitres pendientes de a quien joder.
La conversación había subido de tono, el carraspeo del camarero al acercar la cuenta forzó el silencio.
—¿Qué piensas hacer ahora?
John se había puesto de pie, luego de pagar con un billete de veinte dólares se acercó a la mesa, y su voluminosa papada se asomó pronunciando su cara abotagada.
—Esperar que pase la tormenta y luego repatriar parte de todo lo que dejé en Isla Caimán, todavía creo en nuestro país, así que cuando corresponda volveré al ruedo. ¿Y tú?
Gustav se reclinó sobre la silla y cruzó los brazos.
—Asumiré mi cuota de responsabilidad de tu brillante negocio.
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