La temperatura era agradable pese a la fría brisa que recorría de norte a sur el municipio Santiago Atitlán, perteneciente al departamento de Sololá, en Guatemala.
Estoy próximo a Maam, una abuela zutuhil de cara cobriza y apergaminada, mirada triste y cuerpo enjuto.
Está sentada ante una urdiembre que ancló en su cintura. El otro extremo está fijado a un pilar de madera que sostiene un endeble tejado. Pese a su delgadez da la impresión de conformar una estructura más solida que el mismo pilar. Sus manos huesudas suben y bajan cambiando la posición de los hilos de algodón.
Sigue tejiendo un traje tradicional para la mayor de sus diez bisnietas. El huipil va tomando forma. Hace una semana que lo comenzó. Cercano a ella se observa el primer lienzo terminado de los tres que conformarán el huipil. Predomina el rosado, entre destellos rojos y blancos.
—¿Cuánto tiempo más le llevará terminarlo, Maam?
Se flexionó levemente y la urdiembre descendió como si fuese una panza de burro.
—El tiempo que sea necesario, no estoy pendiente de las horas, solo de la armonía que encierra la trama que es única como cada una de mis bisnietas—contrae los hombros y modula una mueca de extrañeza o tal vez de incordio. Decido no volver a interrumpirla—Ven… acércate y dame un masaje en el cuello. Es como si un cóndor estuviese picoteándome.
Aprieto los pulgares contra una estructura ósea pétrea, la piel parece no existir.
—Así está mejor ¿Cuánto falta para las 11?—preguntó mientras me observa con ademán impaciente.
—Diez minutos.
Se puso de pie como si la silla estuviese ardiendo. Se retiró el telar de cintura, levantó el lienzo de color rosado y alcanzó un sobre.
—Vamos, vamos que llegamos tarde.
Caminó apresurada sobre la calle adoquinada con una vitalidad envidiable para sus 93 años.
Avanzó alrededor de cien metros y puso la mano en visera.
En la escalinata de la iglesia se observaba a un grupo de mujeres zutuhiles rodeando a un hombre.
—Es el cartero, nos lee la correspondencia. Todavía hay mucho analfabetismo en nuestro pueblo… No es mi caso, he sido alfabetizada con el método cubano “Yo si puedo”—sus ojos inquietantes y orgullosos acompasaban su respirar de fatiga. Alzó su diestra y movió el sobre como si tuviese en su mano una maraca.
—Me parece perfecto. ¡La felicito!… aunque no comprendo para que va.
—Voy para que el cartero me la lea, ya conozco su contenido, pero él lo hace mejor.
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