Continuaba el recorrido en el bus turístico por la capital catalana. La ciudad había amanecido con un frio seco que se pronunciaba por la brisa mediterránea. Estaba en el segundo piso del bus acercándome al estadio de fútbol de Barcelona. Cercano a mí, dos argentinos eran acompañados por una joven de pelo rojo, ojos verdes y chaqueta negra. Habían transcurrido veinticuatro horas de la derrota electoral de Convergencia y Unión (CiU), partido que planteo una propuesta soberanista.

—¡Mira el Camp Nou, se parece al estadio Monumental!—dijo el más joven, de cabello rubio liso y largo.

—Qué Monumental, es como la Bombonera. Necesitas anteojos—su amigo le palmeó la espalda. Llevaba una bufanda azul y amarilla que se la envolvió de tal manera que solo dejaba ver sus ojos negros.

—Este estadio y todo lo que representa es una de las razones por la cual será difícil que nos independicemos—agregó la pelirroja.

—Sonia, no vengas con tus comentarios sin ton ni son. Sé clara—la enlazó con la bufanda y, al acercarla, la besó en la boca.

—Es simple, Carlos. Si llegamos a independizarnos desaparece el equipo de futbol más famoso del mundo.

Hizo un silencio y ambos jóvenes se cruzaron miradas absortas.

—Ustedes, en su ciudad, tienen varios clubes importantes, entre ellos están los colores que los representan: Boca y River, todo un clásico. El nuestro es con el Real Madrid, y como ven en cada ciudad española destaca uno o dos equipos, no más. O sea si Cataluña se independiza el Barcelona se queda sin rivales—abrió las manos y extendió los brazos—. Se acabó el derbi, se terminó la seguidilla de copas a las que estamos acostumbrados, y terminaríamos jugando con el Espanyol, el Girona y el Badalona. No sería lo mismo. Nunca sería lo mismo.

Llegamos al estadio. El bus se detuvo. Los tres jóvenes descendieron en silencio y caminaron abrazados.