Ambos se hallaban conversando, sentados alrededor de una mesa del McDonald´s del Cherry Hill Mall, en New Jersey, EE.UU. Los separaban cuatro décadas y algunas cosas más.

El hijo de diecisiete años, de rostro mofletudo, mirada expresiva y cabello ondulado, aguardaba por la respuesta paterna.

—En mi época los grandes problemas escolares se resumían a evitar que me agarrasen copiándome. Atajar los ruidos que me creaban mis grandes desatenciones en el aula, y tratar de no hablar durante la clase de inglés. Todavía tengo muy presente el carácter avinagrado de la teacher—se estiró para alcanzar su soda. Sus ojos amplios, vivaces, estaban pendientes de la hamburguesa doble que masticaba su hijo.

—Cómo han cambiado los tiempos—musitó el joven, con la boca llena.

—Ya lo creo—alcanzó a decir el padre antes de ser interrumpido.

—Ahora nos preocupa no quedar pegados con la droga. Rezar para que alguna amiga no sea violada en los baños. Ver como digiero, el tener que perder a algún conocido de mi curso lectivo asesinado por alguna pandilla (…)

El padre seguía pendiente de la larga exposición de su hijo. Cuando esté nombró la masacré ocurrida en la escuela Sandy Hook en Newtown, Connecticut, dejó de revolver el hielo de su soda con un dedo.

—Es suficiente… A este paso no me quiero imaginar lo que pueden llegar a responderte tus hijos frente a la misma pregunta.