El servicio de emergencia del Baptist Hospital de Kendall, en Miami, estaba abarrotado. Destacaban dos adolescentes que parecerían estar de fiesta.
Se encontraban como en su casa, conocían a varios médicos por sus nombres y bromeaban con la enfermera que estaba preparando los sueros glucosados con vitamina B1 y B6.
Los jóvenes ya sabían el diagnostico y también el tratamiento. Presentaban una intoxicación etílica. La misma que los llevó hace menos de 30 días a pasar por similares circunstancias. Son hermanos: Brian y George, tienen 15 y 16 años, respectivamente. Estudian en un High Scholl de clase media alta, y entre sus actividades recreativas estaba el poder disfrutar de las fiestas que regularmente organizan en la vivienda de sus padres.
George era el dj, y parecía que era mejor pasando música que repasando sus asignaturas. Al menos, es lo que le repitió a la enfermera, mientras intentaba convencerla para que se sume al próximo baile.
No estaba solo en la tarea, contaba con la ayuda de Brian, el hombre de las bebidas, que pese a su corta edad, las conseguía en cantidades astronómicas con la colaboración del tercer hermano, un marine, veterano de guerra, que a sus veintiséis años, estaba de baja del servicio activo por un estrés postraumático en el frente afgano.
La enfermera terminó de canalizar las venas de ambos, sin perder la paciencia, ni la sonrisa, y los dejó en un cubículo, para que terminen de metabolizar el exceso de alcohol.
Brian y George no eran extraterrestres, dentro de la comunidad de estudiantes secundarios estadounidenses, representan al 20% de ese estudiantado, que tiene por costumbre beber hasta la saturación, y lo hacen entre dos y tres veces al mes. Si consideramos que la adicción al alcohol se logra en el hombre, promediando 2,5 latas de cerveza diarias, y en la mujer con 1,5 latas, estamos en presencia de un fenómeno social que está creando las bases para fabricar una enorme población de adictos.
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