La luz intentaba apoderarse del entorno agreste y la vegetación proyectaba sombras que se contorneaban ante la brisa.
Amanece muy temprano en las montañas de El Salvador y una vez más el cielo amenazaba con estallar. Ya los primeros relámpagos rebotaban en el silencio.
Tania se despereza abriendo sus brazos como queriendo abrazar a cada uno de sus alumnos. Tiene doce años, un cabello negro extenso y lacio, una mirada alegre y expresiva que se acentúa al parpadear y una mueca de satisfacción que parece grabada a cincel en sus labios.
Todas sus vacaciones las pasó alejada de su familia, de su grupo de amigas, de su entorno. Se ofreció voluntaria para alfabetizar. Y lleva más de dos meses haciéndolo con personas que pueden ser mayores que sus padres.
Desayuna una tortilla de maíz, frijoles, un huevo duro y dos vasos de leche.
—Necesito mucha proteína y calcio, para crecer fuerte—Señaló sin apartar de su expresión su sonrisa perenne—. Hoy tenemos más de 2 horas de marcha para alcanzar un pequeño poblado de campesinos—extendió la mano en dirección a la ventana, en el exterior, el gris plomizo seguía arrinconando a la luz que comenzaba a replegarse. Recoge su material de enseñanza, y destaca en letras negras el nombre del programa de alfabetización: Yo si puedo.
Me recuerda que niñas de su edad, en la década de 1960, en otras tierras y montañas hicieron el mismo recorrido que emprendió Tania, y seguramente con las mismas ilusiones que consigo robarle a su mirada.
—Tienes nombre de guerrillera—agrego ante las imágenes de la Sierra del Escambray que rescato en la memoria.
—Lo sé. Mi abuelo siempre quiso ponerle ese nombre a sus hijas, pero solo tuvo varones. Y al ser yo su primera nieta, ya de viejito, logró su propósito—acompañó su comentario alcanzando su anotador, y movió las manos como si estuviese gatillando un arma—. Yo disparo vocales y consonantes. Es lo que mi gente necesita en esta tierra y en este instante.
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